jueves, 5 de febrero de 2009

Breve amor de tarde triste (Cuento)

Breve amor de tarde triste
A Yunuén Carrillo, actriz, mujer y musa de los paceños.

Esa tarde en que fui notificado de la muerte de mi profesor, topé contigo por equivocación. Desconcertado por el deceso de quien fuera mi principal influencia profesional, envuelto en tristeza y consternación, salí rumbo a la agencia funeraria perdiéndome entre gente que no conocía, dejando que mis pasos me guiaran y me perdí, ingresando en aquel lugar. Allí te ví, llamaste de inmediato mi atención, me sorprendió encontrar justo en ese momento a la imagen perfecta de la mujer anhelada. Delgada, tierna, un tanto pálida, tu cabello castaño, casi rubio, iluminaba un poco tu palidez. Vestías de blanco, un vestido blanco de quinceañera, tenías quince años, ese era el vestido con el cual tus padres te ofrecían. Eras esbelta y tu vestido se ceñía a ti marcando ese cuerpo que iniciaba su desarrollo. Tus labios, ligeramente carminados, invitaban al beso suave, de tu cuello colgaba una pequeña crucecita y un corazón dorado cuyo grabado me mostró tu nombre: Isabel. Nunca logré saber si ese corazón que topaba con tu escote había sido obsequio de tus padres, de tus hermanos o de algún pretendiente obstinado en conquistarte, de hecho no supe nada de ti. Te miré detenidamente, recorrí tu rostro y tu cuello; tus senos apenas elevaban el encaje del vestido, lindos y pequeños merecían el roce de las manos ansiosas por una piel nueva y fresca, tu vientre plano y el dibujo que la tela daba a tu cintura me hicieron pensar en un abrazo que te podría cubrir por completo. Bajé la mirada y continué el recorrido, llegando a unos tobillos que alcanzaban ligeramente a percibirse entre el holán y las zapatillas igualmente blancas que rebotaban la luz del salón, aparentando tener luz propia.
Te miré obsesivamente, te registré tanto que un hombre ya mayor, ojeroso, me vio inquisitorio. Me resultó difícil, por un largo rato, quitar mis ojos de ti, pero comencé a sentirme acosado por los que ahí se reunían, volteé a verlos y sí,
estaba siendo juzgado. Di un vistazo a mi reloj y recordé que debía asistir al velorio de mi maestro, además reflexioné que podía causarte problemas y no te lo merecías. Volví a pasear la mirada una última vez por todo tu ser, con ansias de conocer el color de tus ojos, pero no pude lograrlo. Supe que era definitivo, jamás te volvería a ver. Besé los dedos de mi mano derecha y toqué ligeramente la caja, con cierta amargura me aparté de allí, salí de la sala lentamente intentando mirarte a lo lejos. Giré y me dirigí al sepelio de mi profesor, quien era velado en el salón contiguo.
Mauricio Estrada Aguilar